Persiguiendo el Sueño Olímpico. Bob Beamon la emoción esta en verlo y en leerlo.
EL SALTO MÍTICO DE BOB BEAMON EN LOS JUEGOS OLÍMPICOSO EL DÍA DE UN NUNCA JAMAS! Por Carlos Faneyth.
Su poca atención a la técnica de salto le preocupaba más que nunca aquella tarde del 18 de octubre.
No podía permitirse un nulo. No podía esperar a que descargara la lluvia. Necesitaba un salto para colocarse al frente de la clasificación.
En la pista, los atletas de 400 metros esperaban el disparo de salida. Lee Evans, Larry James y Ron Freeman estaba a punto de colocarse en los tacos.
Miraron hacia la zona donde se disputaba la final de longitud. Beamon comenzó su carrera. El viento se agitó a favor del atleta. La tormenta estaba a punto de estallar. En todos los sentidos. Beamon se lanzó en una carrera rapidísima, hasta alcanzar el punto final de la batida, pisó toda la tabla, pero la puntera de su zapatilla no dejó ninguna huella en la plastilina. El nulo estaba salvado. Acababa de comenzar el vuelo más célebre de la historia.
Beamon se elevó hasta una cota sorprendente, con las dos piernas abiertas y encogidas, un enorme y desconocido pájaro sobre un foso de arena. En lo que pareció un vuelo más prolongado de lo normal, Beamon no perdió en ningún momento la coordinación. Cayó con los dos pies paralelos en la arena, desde donde salió rebotado hacia delante.
“Eso ha sido muy largo”, comentó Freeman a sus compañeros de la final de 400 metros. Ralph Boston y Lynn Davies brincaron desde el banco. Beamon se dirigió rápidamente a un costado del foso.
Por primera vez en los Juegos Olímpicos, la medición se efectuaba a través de una célula óptica, colocada en un raíl. Un juez comenzó a mover la célula por el carril. Cuando llegó a los 8,50 metros, el aparato óptico cayó al suelo. El raíl no daba para más. “Es un salto increíble”, le aseguró un juez a Beamon.
Se pidió una cinta métrica. En el estadio comenzó a cundir la impresión de que había sucedido algo sobrenatural. La salida de los 400 metros se aplazó hasta que se calmaran los ánimos. La primera condición estaba resuelta: el viento había soplado favorablemente a Beamon con una velocidad de 2m/s, el máximo legal permitido.
Ahora les tocaba a los jueces dar noticia de la marca. Fue un procedimiento moroso. Una y otra vez se revisó la medición hasta acreditar la seguridad de lo impensable. Por fin, aparecieron los números en el marcador situado junto al foso: 8,90 metros. Beamon acababa de superar el récord mundial por 55 centímetros, un avance colosal que trastornó a todo el mundo.
Beamon comenzó a correr y saltar, víctima del shock. Cayó de rodillas en la pista, en la sexta calle, apenas sostenido por Ralph Boston, que le comunicó la magnitud verdadera de la marca. Beamon no conocía el sistema métrico decimal. Boston, frecuentador de las reuniones de atletismo en Europa, le convirtió la marca al sistema anglosajón: “No son 29 pies, Bob. Son 29’2 ½”.
Abrumado por la impresión, Beamon comenzó a tiritar y sollozar. Sus rivales comprendieron el significado del salto. “Comparado con eso, todos nosotros somos unos niños”, comentó Igor Ter Ovanesian. “No hay manera de saltar en estas condiciones. Nos ha vencido un hombre que ha saltado a otro mundo”. La marca aniquiló la final. El segundo clasificado, el alemán oriental Beer, saltó 8,19 metros. Ni la altitud, ni el buen viento, ayudaron a los saltadores.
Habían caído ante la madre de todas las marcas, el récord destinado a durar eternamente.
Duró 23 años. En agosto de 1991, Mike Powell se anticipó a la tormenta que estaba a punto de desatarse en Tokio para batir por cinco centímetros la marca de Beamon, el récord de todos los récords. Por SANTIAGO SEGUROLA
EL SALTO MÍTICO DE BOB BEAMON EN LOS JUEGOS OLÍMPICOSO EL DÍA DE UN NUNCA JAMAS! Por Carlos Faneyth.
Su poca atención a la técnica de salto le preocupaba más que nunca aquella tarde del 18 de octubre.
No podía permitirse un nulo. No podía esperar a que descargara la lluvia. Necesitaba un salto para colocarse al frente de la clasificación.
En la pista, los atletas de 400 metros esperaban el disparo de salida. Lee Evans, Larry James y Ron Freeman estaba a punto de colocarse en los tacos.
Miraron hacia la zona donde se disputaba la final de longitud. Beamon comenzó su carrera. El viento se agitó a favor del atleta. La tormenta estaba a punto de estallar. En todos los sentidos. Beamon se lanzó en una carrera rapidísima, hasta alcanzar el punto final de la batida, pisó toda la tabla, pero la puntera de su zapatilla no dejó ninguna huella en la plastilina. El nulo estaba salvado. Acababa de comenzar el vuelo más célebre de la historia.
Beamon se elevó hasta una cota sorprendente, con las dos piernas abiertas y encogidas, un enorme y desconocido pájaro sobre un foso de arena. En lo que pareció un vuelo más prolongado de lo normal, Beamon no perdió en ningún momento la coordinación. Cayó con los dos pies paralelos en la arena, desde donde salió rebotado hacia delante.
“Eso ha sido muy largo”, comentó Freeman a sus compañeros de la final de 400 metros. Ralph Boston y Lynn Davies brincaron desde el banco. Beamon se dirigió rápidamente a un costado del foso.
Por primera vez en los Juegos Olímpicos, la medición se efectuaba a través de una célula óptica, colocada en un raíl. Un juez comenzó a mover la célula por el carril. Cuando llegó a los 8,50 metros, el aparato óptico cayó al suelo. El raíl no daba para más. “Es un salto increíble”, le aseguró un juez a Beamon.
Se pidió una cinta métrica. En el estadio comenzó a cundir la impresión de que había sucedido algo sobrenatural. La salida de los 400 metros se aplazó hasta que se calmaran los ánimos. La primera condición estaba resuelta: el viento había soplado favorablemente a Beamon con una velocidad de 2m/s, el máximo legal permitido.
Ahora les tocaba a los jueces dar noticia de la marca. Fue un procedimiento moroso. Una y otra vez se revisó la medición hasta acreditar la seguridad de lo impensable. Por fin, aparecieron los números en el marcador situado junto al foso: 8,90 metros. Beamon acababa de superar el récord mundial por 55 centímetros, un avance colosal que trastornó a todo el mundo.
Beamon comenzó a correr y saltar, víctima del shock. Cayó de rodillas en la pista, en la sexta calle, apenas sostenido por Ralph Boston, que le comunicó la magnitud verdadera de la marca. Beamon no conocía el sistema métrico decimal. Boston, frecuentador de las reuniones de atletismo en Europa, le convirtió la marca al sistema anglosajón: “No son 29 pies, Bob. Son 29’2 ½”.
Abrumado por la impresión, Beamon comenzó a tiritar y sollozar. Sus rivales comprendieron el significado del salto. “Comparado con eso, todos nosotros somos unos niños”, comentó Igor Ter Ovanesian. “No hay manera de saltar en estas condiciones. Nos ha vencido un hombre que ha saltado a otro mundo”. La marca aniquiló la final. El segundo clasificado, el alemán oriental Beer, saltó 8,19 metros. Ni la altitud, ni el buen viento, ayudaron a los saltadores.
Habían caído ante la madre de todas las marcas, el récord destinado a durar eternamente.
Duró 23 años. En agosto de 1991, Mike Powell se anticipó a la tormenta que estaba a punto de desatarse en Tokio para batir por cinco centímetros la marca de Beamon, el récord de todos los récords. Por SANTIAGO SEGUROLA
Esta es una de las hazañas mas memorables de un evento atlético en unos Juegos Olímpicos y del mundo....
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